JULIO CESAR
Decir que Cayo Julio César es mi personaje histórico favorito es sencillo. Quien algo me conoce, lo sabe. No por nada, sino porque no me canso de repetirlo. Bueno, Julio Cesar y Jesucristo.
Pero aquí quiero hablar de aquel hombre que se forjó a sí mismo. De aquel joven romano que lloró ante una estatua del gran Alejandro, cuando, con su edad, él aún no había conseguido nada. Y se propuso hacerlo. ¡Y vaya si lo hizo!
El pequeño Cayo nació en el seno de una familia aristocrática romana, pero sin dinero. Ese condicionante que nos acerca a todos a las altas cimas, con desigual fortuna, por supuesto. De esa familia aristocrática que se perdía en los orígenes de Roma ―la gens Julia―, él, se preocupó de difundir que descendía de Eneas, de su huida de Troya y la fundación de Roma. Y como Eneas era descendiente de Venus, el propio Julio César también lo hacía.
Así, fue progresando respetuosamente en el <<cursus honorum>> ―la carrera pública romana―. No se saltó ni un solo paso, fue escrupuloso con las tradiciones. No quería ser recordado como otro Mario u otro Sila. Hasta que llegó a una edad madura.
Con unas fuertes deudas contraídas por su afán de congratularse con el pueblo y sufragadas por su amigo Craso, llegó el momento de dar el paso adelante. Se unió junto a Craso con su enemigo político, con Pompeyo. Con quien emparentó al casarse éste con la hija de Julio César. Se llegó al primer triunvirato, con un <<imperium>> por cinco años que le daba la potestad de conquistar la los bárbaros del norte, La Galia.
En esa época, prorrogada durante otros cinco años más, Julio César sacó el genio militar que llevaba dentro. Desempolvó las lecciones aprendidas de su tío, el siete veces cónsul Cayo Mario. Eso unido a su arrojo y determinación, lo encumbraron a ser uno de los grandes genios y estrategas de las guerras en la antigüedad. Mucho se había hablado de las hazañas de Alejandro Magno; de las batallas libradas por Escipión el Africano; de las campañas de Mario o Pompeyo; pero la celeridad y la astucia de Julio no tuvieron precedente alguno.
Consiguió reducir a la mayor concentración de pueblos galos en la batalla de Alesia, donde rodeó su propio campamento de dos murallas: una para sitiar la los rebeldes de Vergincetorix, y otra para defenderse de los que venía en ayuda del galo. Fue algo épico.
Pero había un problema con Julio César: la envidia de sus congéneres. Sobre todo de Catón ―su principal instigador―, hasta que Pompeyo cayó en las redes del noble estoico y se enfrentó a Cayo. Éste no tenía elección: o se dejaba coger y sería juzgado, o tomaba la más difícil decisión de su vida. Decidió entrar en Roma con un ejército, cruzando el Rubicón ―<<la suerte está echada>>, dijo―, el límite sagrado para los romanos. Allí comenzó una guerra civil que lo marcó para siempre.
Durante cuatro años, desde el 49 al 45 antes de Cristo, vivió enfrentado a la facción de los optimates y consiguió enormes victorias, desde Farsalia, pasando por Zela ―<<llegué, vi, vencí>>, otra de sus máximas― o Tapso… hasta Munda. Épica marcha con todo un ejército de más de dos mil kilómetros en veintisiete días, caminando junto a sus soldados.
Fue un excelente general que tuvo que tomar el mando de su ciudad por la fuerza y que fue muerto por sus detractores, muchos de los cuales habían sido perdonados por él al inicio de la guerra civil, e impidieron que comenzara su gran proyecto: la conquista de Partia. Sabiendo de su determinación y astucia, es más que probable que hubiese conseguido su propósito. Y después de esto, seguro que intentaría emular a Alejandro y llegar a la frontera del Indo… y quién sabe si más allá, hasta el lejano país de Catón. Tal vez, si aquel día de los idus de marzo del año 44 antes de nuestra era no hubiese sido asesinado, tal vez, hoy, todos estaríamos amparados bajo un origen cultural grecorromano. La Historia hubiese sido otra. Pero nuestro presente y futuro, también.
Jcgescritor 22/1/18